¿Tener coche propio es un sueño del pasado?

Dentro de algunas décadas, la historia de la presencia del coche dentro de las ciudades podría representarse del mismo modo que una invasión bárbara.

 

 

Veremos a estos vehículos como una suerte de hunos mecánicos que irrumpieron ruidosos, intoxicando la hierba y arrollando a quienes se interponían en su camino, pero que se replegaron al cabo de pocos años y se esfumaron. Al menos esto es lo que buscan las iniciativas que pretenden desalojar a los coches de las ciudades en el mayor grado posible. Helsinki quiere que en 2025 nadie necesite poseer un coche privado.

Si se cumplen las expectativas, los pulmones serán más rosas, los cuádriceps más duros, las caras más bronceadas, el ibuprofeno menos necesario y, tal vez, los hombres menos calvos. Habrá museos de Historia que reproduzcan el ambiente de las calles, los cláxones, los frenazos, los gritos de ventanilla a ventanilla, y los espectadores arrugarán el morro, igual que hacemos cuando nos cuentan que en la Edad Media no se duchaba ni Dios.

No es una ocurrencia de los nórdicos. Ciudades como Oslo, Hamburgo, París o Pontevedra implementan planes con el objetivo de vaciar el casco urbano de motores. Helsinki pretende implantar un nuevo modo de vida basado en las nuevas tecnologías. Se trata de combatir las graves consecuencias del tráfico: el estrés auditivo y visual, el sedentarismo, la contaminación ambiental o el cambio climático.

Los coches matan, y no sólo cuando atropellan a un peatón. Las personas con problemas respiratorios arriesgan su vida al vivir en lugares atestados de vehículos. Por culpa de la contaminación, muchos niños con predisposición al asma acaban desarrollando la enfermedad, como ya informó una investigación de European Respiratory Journal, que analizó el problema en diez ciudades europeas. Los daños que provoca en los menores el aire tóxico son casi los mismos que si fumáramos tranquilamente al lado de la cuna.

Esther Anaya, experta en movilidad y responsable del Observatorio de la Bicicleta Pública, ve la tendencia como algo inaplazable: «Cada vez vivirá más gente en las ciudades, debemos planear la manera de que sean más saludables y sostenibles», explica a Yorokobu.

Quizás el factor cultural es el nudo más difícil de deshacer para que estos proyectos empiecen a generalizarse. «Estas propuestas son vistas como radicales cuando, en realidad, históricamente, resultan de lo más natural. Venimos de ahí, el coche no siempre ha estado en nuestras calles, entró en un momento dado, en los 50, y se ha quedado, protegido por una serie de grupos de poder del sector petrolero y automovilístico», cuenta Anaya.

Desde la Imperial College de Londres, Esther Anaya califica como irracional gran parte de los usos que damos al coche; la necesidad de tener vehículo propio es una idea inducida por los medios de comunicación y por un planeamiento urbanístico desarrollado a la espalda de las personas.

«Sobre el coche se ha construido, en el discurso popular, una connotación de statu social: sin coche no somos nadie, no seducimos y casi no olemos bien. Parece estúpido, pero no tenemos conciencia de cómo se nos ha implantado esa idea», indica.

Sin embargo, el nudo gordiano de la cultura se está deshaciendo. Las aplicaciones móviles y la proliferación de los proyectos de economía colaborativa en el ámbito de los objetos y de la movilidad nos han inoculado el germen de una idea poderosa: quizás la propiedad no sea algo sagrado, quizás la vida sea más rica si compartimos.

En los smartphones y en sus capacidades de geolocalización se apoya buena parte de la estrategia de Helsinki. «Por supuesto, juegan un papel crucial: la georreferenciación (que indica dónde está un coche para que otro usuario lo pueda encontrar y abrirlo mediante un código) genera un flujo de información sin el que no podríamos acceder a esta nueva forma de compartir», explica Anaya.

Se trata de darle la vuelta a la gestión de la ciudad para que priorice las necesidades de los individuos. La idea no es municipalizar una suerte de BlaBlaCar, sino organizar los elementos de forma que el ciudadano tome (y combine) las opciones que lo lleven lo más rápido posible a su destino. Por supuesto, nace un negocio suculento en la planificación de viajes multimodales. Y donde hay negocio, las cosas se aceleran.

coche propio

Foto: TokioForm en Flickr

La certeza de que la obsesión por poseer un coche propio está cambiando se resume en una palabra: peak car. El mercado automovilístico ha tocado techo, y ahora sólo le queda descender. El sector no había dejado de crecer desde su surgimiento, pero en los últimos la gráfica se ha invertido.

Muchas empresas se ponen las pilas para desarrollar vehículos autónomos y ecológicos. El coche sin conductor de Google ha recorrido ya buenas distancias en modo fantasma, al igual que el WEpod holandés, el primer microbús autónomo del mundo. Son proyectos en proceso de mejora por el momento, pero el dinero empieza a caer de su lado.

Aun con todo, las innovaciones tecnológicas no constituyen un refuerzo suficiente para reducir drásticamente el tráfico, una buena planificación urbanística ahorraría muchos quebraderos de cabeza. «Para conocer la necesidad real del coche hay que analizar dónde vive la gente y dónde estudia o trabaja. Cuanto más largo sea el desplazamiento más dificilmente se optará por caminar o coger una bicicleta».

En este punto, España disfruta de las calles más transitables de Europa. Según datos de 2008, en Barcelona casi la mitad de los desplazamientos se hacían a pie. Y, desde entonces, tanto el gasto de suelas como el uso de la bicicleta no han hecho más que crecer.

Pero se puede avanzar mucho más. La última encuesta realizada por el Observatorio de la Bicicleta Pública en España reveló que el hecho de que cientos de bicicletas públicas rueden por las avenidas y por sus carriles específicos provoca que mucha gente se sienta estimulada para elegir opciones de transporte más sostenible y, por ejemplo, quitarle el polvo a su montain bike privada e incorporarla a su vida diaria. El poder de la imagen y de la imitación: «Se pone delante de los ojos de la gente la certeza de que no sólo hay una forma de desplazarse y, en consecuencia, no sólo ofreces un servicio, sino que lanzas un mensaje», concluye Esther Anaya.

El entorno será cada vez más hostil para esos hunos de chapa que bufan monóxido de carbono y ni siquiera los bárbaros más salvajes son capaces de soportar el rechazo social.

Fuente: yorokobu.es