El cuento de andar en bicicleta

La historia de la bicicleta es un cuento en sí mismo, plagado de historias increíbles y cotidianas | Pasear en bici invita a la reflexión, quizás por eso los escritores la han elevado a la categoría de metáfora | De Conan Doyle a Hemingway o Delibes, grandes clásicos han mostrado su pasión por las dos ruedas | “Aquel que inventase la bicicleta merece el agradecimiento de la humanidad” (Lord Beresford).

Más allá del paseo por el campo o la actividad deportiva, la bicicleta se va abriendo paso, cada día más, como medio de transporte en las superpobladas urbes. Y entre los muchos adeptos a este vehículo descubrimos a numerosos escritores que le han dedicado célebres páginas, trazando una poética de la actividad. Antón Castro, autor él mismo del poemario ‘El paseo en bicicleta’, nos presenta en estas páginas un recorrido literario por el mundo de la bici y ensaya una autobiografía, con poema incluido, articulada a partir de su relación con las dos ruedas

Horacio Quiroga, uno de los más grandes narradores latinoamericanos, era un apasionado de la bicicleta. En 1897, tras un viaje que realizó entre Salto y Paysandú, explicó las claves de su afición: “El gran atractivo de la bicicleta consiste en transportarse, llevarse uno mismo, devorar distancias, asombrar al cronógrafo, y exclamar al fin de la carrera: mis fuerzas me han traído”. Quiroga fundó, con su amigo Carlos Berruti, el Club Ciclista Salteño y en 1900 se desplazaría a París, la tierra prometida para los creadores, y diría: “Yo fui a París sólo por la bicicleta”. Otro de sus discípulos, el gran Julio Cortázar, intentó explicar en qué consistía un cuento y dijo: “Aunque parezca broma, un cuento es como andar en bicicleta”. La historia de la bicicleta es un cuento en sí mismo y está plagada de personajes, de narraciones, de aventuras, de historias increíbles y cotidianas que han dado lugar a numerosos libros. 

El origen de la llegada de la bicicleta a España, al menos en una de las conjeturas más utilizadas, está envuelto en una atmósfera de fábula. El polígrafo regeneracionista Joaquín Costa (1846-1911) logró ir, como albañil, a la Exposición Internacional de París de 1867. Consiguió que el cacique oscense Manuel Camo intercediese por él y fue seleccionado entre la docena de “artesanos discípulos observadores” que acudieron en representación de España. En su estancia de tres meses en París aprendió mucho y escribió de casi todo. Un día, en el pabellón de inventos, vio la bicicleta de Ernst Michaux, que había patentado en 1860. Se quedó fascinado: le pareció un descubrimiento más o menos prodigioso. Sacó su papel de fumar y dibujó la máquina con todo lujo de detalles. Mandó sus dibujos a Huesca, a sus amigos ilustrados como Vicente Cajal, ingenieros algunos de ellos, y estos les pasaron los papelillos a tres mecánicos de la ciudad: Mariano, José y Nicomedes Catalán. 

Los escritores siempre han tenido una vinculación especial con la bicicleta, como cualquier ciudadano, y la han elevado a categoría de metáfora. Es un medio de transporte, un privilegiado lugar de contemplación del paisaje, tiene algo de aventura íntima que facilita la reflexión y el dominio de los espacios “con esa velocidad arrulladora y despreocupada del paseo”, tal como ha escrito Valeria Luiselli en el libro Papeles falsos (Sexto Piso, 2010). Allí, entre otras cosas, desliza otra observación que tendría bastante que ver con la idea de Cortázar: “El que ha encontrado en el ciclismo una ocupación desinteresada de resultados últimos, sabe que es dueño de una rara libertad sólo equiparable con la de la imaginación”. 

Montar en bicicleta también es terapéutico. Arthur Conan Doyle, que solía pasear en tándem con su esposa, escribió: “Cuando el día se vuelva oscuro, cuando el trabajo parezca monótono, cuando resulte difícil conservar la esperanza, simplemente sube a una bicicleta y da un paseo por la carretera sin pensar en nada más”. H.G. Wells aún fue algo más allá: “Siempre que veo a un adulto encima de una bicicleta recupero la esperanza en el futuro de la raza humana”. Albert Einstein, otro enamorado de la bicicleta, insistió por ese camino: “La vida es como montar en bicicleta. Para mantener el equilibrio hay que seguir pedaleando. (…) Descubrí la Teoría de la Relatividad mientras iba en bicicleta”. Lev Tolstói aprendió a montar en bicicleta a los 67 años y convirtió esa pasión tardía en una de sus ocupaciones favoritas para el ocio. Y ya puestos a ser específicos, el periodista y escritor Christopher Morley dijo: “Seguramente la bicicleta será siempre el vehículo de los novelistas y los poetas”. Fue, al menos sentimentalmente, el vehículo de Pablo Neruda, que le dedicó en 1955 una espléndida y breve oda. 

La bicicleta también fue a menudo el vehículo de Gabriela Mistral. Y de Alejandra Pizarnik. Y de Sylvia Plath, pongamos por caso. Y de Marie y Pierre Curie: ellos se casaron en una ceremonia modesta, recibieron un poco de dinero, adquirieron dos bicicletas e hicieron su luna de miel por distintos lugares de Francia en 1895. Y, entre nosotros, Juan Carlos Mestre ha publicado La bicicleta del panadero (Calambur, 2012), un poemario casi novelesco cuyo título rinde homenaje a su padre, aunque la bicicleta no aparezca explícitamente. 

Hay muchos poemas dedicados a la bicicleta, claro. Pero quizá cabría decir que la bicicleta ha tenido una mayor presencia entre los novelistas y cuentistas. Hace muy poco, Demipage publicaba Diez bicicletas para treinta sonámbulos, un libro realmente imaginativo y plural donde hay multiplicidad de perspectivas y de relatos, algunos del género del microcuento. Isabel Mellado, que también es violinista, escribe en Un pentagrama: “Andar en bicicleta es silbar con las piernas. Vueltas y más vueltas, y otra, y todavía una más. Compases que son párpados, que son días. Hacia adelante o hacia atrás. Ritmo, velocidad y trayecto. ¿Solo tengo que buscarte en la esquina correcta de la lengua?”. Elsa Fernández Santos hace un recorrido por la presencia de la bicicleta en la música, en el arte, en el cine y en la televisión (inevitable Verano azul), y Luis Eduardo Aute le dedica este suspiro cinéfilo a El ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica: “A 24 imágenes por segundo y en blanco y negro, el ladrón escapó montado en una bicicleta que dibujó sobre el muro de la comisaria”. Entre otros, Ricardo Menéndez Salmón ofrece un desconcertante y kafkiano cuento, Kafka en bicicleta; José Ovejero fantasea alrededor de un viaje a Australia; Fernando Aramburu propone una pelea pugilística con bicicleta entre Tirolín y Taylor; Juan Gracia Armendáriz escribe: “Llevo diez años montado en esta bicicleta. Sudo tinta, destino palabras”. Marta Sanz evoca las secuencias de su iniciación a los ocho años: “Aprendo a montar en bicicleta con la misma facilidad con la que aprendo a nadar o a deducir el mínimo común múltiplo”. 

Luis Landero asocia las bicicletas a la niñez, a la idea de transporte y al trabajo. Diez bicicletas para treinta sonámbulos es un libro muy misceláneo, original e imaginativo, lleno de sorpresas, con un finísimo prólogo de Eloy Tizón. Por poner otro ejemplo, Santiago Auserón y Catherine François escriben a cuatro manos un diálogo entre Gran Rueda y la Rueda Pequeña de un velocípedo. Participan también varios poetas: Jordi Doce, Álvaro Valverde, Andrés Neuman, Felipe Benítez Reyes o el ya citado Juan Carlos Mestre.

Hay otros nombres clave vinculados a la bicicleta. Uno de los libros más conmovedores es Mi vida al aire (1988), una suerte de autobiografía de naturalista y deportista de Miguel Delibes, donde convergen varias de sus pasiones: el fútbol, la bicicleta, la moto, la pesca, la natación y la caza. El texto Mi querida bicicleta, que se había publicado aparte, es una auténtica maravilla. Quizá el episodio más bonito tiene que ver con el noviazgo con Ángeles Castro. Dice Delibes: “Pero cuando la bicicleta se me reveló como un vehículo eficaz, de amplias posibilidades, cuya autonomía dependía de la energía de mis piernas, fue el día que me enamoré”. Delibes veraneaba en Molledo-Portolín (Santander) y su novia en Sedano (Burgos), a cien kilómetros de distancia, y decidió emprender un viaje que repetiría en muchas ocasiones: “Recuerdo aquel primer viaje que hice a Sedano, como un día feliz. Sol amable, bruma ligera, brisa tibia, la bicicleta rodando sola, sin manos, varga abajo, un grato aroma a heno y boñiga seca estimulándome. Me parece recordar que cantaba a voz en cuello, con mi mal oído proverbial, fragmentos de zarzuela sin temor a ser escuchado por nadie, sintiéndome dueño del mundo”. La historia de amor con Ángeles y con la bici tendrá un suceso entre cómico e inverosímil, cuando ya casados, Delibes confiesa que “intenté incorporar a mi mujer a mis veleidades ciclistas y en la petición de mano, además de la inevitable pulsera, le regalé una bicicleta amarilla de nombre Velox”. Por cierto, este texto fue incluido en una antología muy recomendable: Mi querida bicicleta. Cuentos de ciclismo de Holanda y España (Experimental, 2009).

Miguel Delibes es un clásico. Y con él debemos situar a otros clásicos: Hemingway ha expresado a menudo su pasión por la bicicleta, especialmente en el libro póstumo Fiesta: “Comencé a escribir muchas historias que trataban de las carreras de ciclismo, pero nunca se acercaron a lo magníficas que son las carreras reales, ya sean bajo techo, al aire libre, de pista o de ruta”. Otro enamorado de la bicicleta fue Ray Bradbury. Y Henry Miller, retratado a menudo con su máquina. 

En la correspondencia cruzada entre Paul Auster y J.M. Coetzee, Aquí y ahora. Cartas 2008-2011 (Mondadori, 2012) descubríamos que el premio Nobel sudafricano es un apasionado de la bicicleta y que se traslada por el mundo, con varios amigos, para correr en bicicleta. Aquí le cuenta a su amigo un gozoso viaje por Francia. En distintos momentos de su obra aparece la máquina: por ejemplo en Infancia (Mondadori acaba de publicar en un único tomo Escenas de una vida de provincia que recoge Infancia, Juventud y Verano, revisadas todas ellas para la nueva edición), el hijo y el padre se avergüenzan de que la madre cumpla uno de sus sueños: desplazarse sobre dos ruedas. La presionan tanto que dejará de hacerlo. En Hombre lento, su protagonista Paul Rayment, fotógrafo profesional, perderá una pierna tras un accidente de bicicleta.

El escritor Amos Oz, autor israelí candidato al premio Nobel año tras año, firmó La bicicleta de Sumji (Siruela, 2005; ilustraciones de Joaquín Peña), que relata la historia de un niño de once años al que su tío Zémaj le regala una bicicleta, para niñas, que es motivo de burla. El libro es, ante todo, el relato de un soñador, de alguien que inventa territorios y su propio mapa de la imaginación.

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